martes, 6 de agosto de 2019

El valor del dinero

Por José Dionisio Solórzano


Cogito ergo sum-. ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! Sonaba estrepitosamente la campana del recreo; como enjambres, salían desesperados aquel tropel de muchachitos con camisas blancas y zapatos negros, los niños llevaban empuñados sus loncheras de las Tortugas Ninjas o el Rey León y las niñas de Barbie o de cualquiera de las figuras femeninas de aquella época.

Otros, como era mi casa, corríamos lo más rápido que podíamos para llegar de primeros a la cola de la cantina del colegio. En mi bolsillo llevaba tres billetes, que mi padre me había entregado para el desayuno a media mañana.

Recuerdo como si fuera ayer, uno de los billetes era verde con el retrato del General José Antonio Páez pintado y el número 20 en sus esquinas, el otro era entre azul y morado, llevaba en los dos extremos de la primera cara las figura de Simón Bolívar y de Antonio José de Sucre, en el centro y en grande el número 10.

Con 30 bolívares, de aquellos que no necesitaban apellidos, que no tenían que estar acompañados por las palabras “Fuertes” o “Soberanos”, podía comprar un desayuno bastante razonable, para un gordito de 9 años y de apetito voraz.

“Señor, señor… dos empanadas y un jugo”, este era el pedido de rutina, al llegar a la ventana de la cantina del colegio. Acto seguido recibía aquellas piezas de arte culinario nacional, forradas con una servilleta que en cuestión de segundos se transparentaba, debido a la gran cantidad de aceite que se desprendía de aquel suculento manjar de harina y queso.

Pagaba con el billete de Bs. 20, y me daban mi correspondiente vuelto. Eran un billete rojizo de Bs. 5 y unas cuantas monedas que me guardaba con celo en el bolsillo.

Luego me sentaba en los bancos dispuestos en todo el patio del colegio, engullía con fervor las empanadas y las pasaba con el jugo que chorreaba por la esquina de mis labios ensuciando, para malestar de mi madre, la camisa blanca. Todo con rapidez para que me diera tiempo de jugar metras, tocadito o cualquier otra actividad infantil de nuestra época.

Otra vez la campana y de nuevo al claustro, donde una maestra empezaba la lección de matemáticas de la jornada. Pasó un par de horas, y de nuevo el ¡ring, ring! , para un receso más corto que el primero.

Nuevamente corría para la cantina, esta vez para comprar una bolsita de “Tostitos”, de aquellas que tenían en su interior los famosos “tazos”, junto con una malta de lata marrón. Allí se terminan de ir los Bs. 5 bolívares. A este punto sólo me quedaban las tres moneditas de Bs. 1 y una de Bs. 5, esta que ya llaman “El Fuerte”, y el billete de Bs. 10.

A la hora de salida, antes que alguno de los padres pasara por mí, ya que vivía muy lejos de la Unidad Educativa donde estudiaba, desde las rejas que separaban el colegio de la acera, cual preso, pegaba mi rostro del acero tibio y extendía mi brazo para pedirle: “Señor heladero, que tiene allí”.

El repicar de las campanas del carrito de helado, de varios tonos más abajo que la del recreo, también era sinónimo de alegría y más para mí. Así gastaba las moneditas que me quedaban en el bolsillo y parte del billete de 10.

¿Y qué hacía con el restante de los Bs. 30? Día con día, iba guardando las monedas que sobraban para comprar chucherías los fines de semana o para adquirir barajitas para los álbumes.

Eran otros tiempos, más sencillos, donde el dinero, cómo pudieron leer y recordar, valía infinitamente más que ahora.

¡Para mí, el guarapo dulce, el café amargo y el chocolate espeso!


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