Por José Dionisio Solórzano
Cogito ergo sum-. ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! Sonaba estrepitosamente la
campana del recreo; como enjambres, salían desesperados aquel tropel de
muchachitos con camisas blancas y zapatos negros, los niños llevaban empuñados
sus loncheras de las Tortugas Ninjas o el Rey León y las niñas de Barbie o de
cualquiera de las figuras femeninas de aquella época.
Otros, como era mi casa,
corríamos lo más rápido que podíamos para llegar de primeros a la cola de la
cantina del colegio. En mi bolsillo llevaba tres billetes, que mi padre me
había entregado para el desayuno a media mañana.
Recuerdo como si fuera ayer, uno
de los billetes era verde con el retrato del General José Antonio Páez pintado
y el número 20 en sus esquinas, el otro era entre azul y morado, llevaba en los
dos extremos de la primera cara las figura de Simón Bolívar y de Antonio José
de Sucre, en el centro y en grande el número 10.
Con 30 bolívares, de aquellos que
no necesitaban apellidos, que no tenían que estar acompañados por las palabras
“Fuertes” o “Soberanos”, podía comprar un desayuno bastante razonable, para un
gordito de 9 años y de apetito voraz.
“Señor, señor… dos empanadas y un
jugo”, este era el pedido de rutina, al llegar a la ventana de la cantina del
colegio. Acto seguido recibía aquellas piezas de arte culinario nacional,
forradas con una servilleta que en cuestión de segundos se transparentaba,
debido a la gran cantidad de aceite que se desprendía de aquel suculento manjar
de harina y queso.
Pagaba con el billete de Bs. 20,
y me daban mi correspondiente vuelto. Eran un billete rojizo de Bs. 5 y unas cuantas
monedas que me guardaba con celo en el bolsillo.
Luego me sentaba en los bancos
dispuestos en todo el patio del colegio, engullía con fervor las empanadas y
las pasaba con el jugo que chorreaba por la esquina de mis labios ensuciando,
para malestar de mi madre, la camisa blanca. Todo con rapidez para que me diera
tiempo de jugar metras, tocadito o cualquier otra actividad infantil de nuestra
época.
Otra vez la campana y de nuevo al
claustro, donde una maestra empezaba la lección de matemáticas de la jornada.
Pasó un par de horas, y de nuevo el ¡ring, ring! , para un receso más corto que
el primero.
Nuevamente corría para la
cantina, esta vez para comprar una bolsita de “Tostitos”, de aquellas que
tenían en su interior los famosos “tazos”, junto con una malta de lata marrón.
Allí se terminan de ir los Bs. 5 bolívares. A este punto sólo me quedaban las
tres moneditas de Bs. 1 y una de Bs. 5, esta que ya llaman “El Fuerte”, y el
billete de Bs. 10.
A la hora de salida, antes que
alguno de los padres pasara por mí, ya que vivía muy lejos de la Unidad
Educativa donde estudiaba, desde las rejas que separaban el colegio de la
acera, cual preso, pegaba mi rostro del acero tibio y extendía mi brazo para
pedirle: “Señor heladero, que tiene allí”.
El repicar de las campanas del
carrito de helado, de varios tonos más abajo que la del recreo, también era
sinónimo de alegría y más para mí. Así gastaba las moneditas que me quedaban en
el bolsillo y parte del billete de 10.
¿Y qué hacía con el restante de
los Bs. 30? Día con día, iba guardando las monedas que sobraban para comprar
chucherías los fines de semana o para adquirir barajitas para los álbumes.
Eran otros tiempos, más
sencillos, donde el dinero, cómo pudieron leer y recordar, valía infinitamente
más que ahora.
¡Para mí, el guarapo dulce, el
café amargo y el chocolate espeso!
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